Ciudades más sanas

JOAQUÍN CASARIEGO* : Una de la corrientes más actuales y prometedoras se podría definir agrupando múltiples posiciones (unas vigentes y otras canceladas con el tiempo), todas ellas caracterizadas por un factor común: la importancia de la ecuación hombre / naturaleza. Posiciones que toman hoy una especial relevancia, por la contundencia con que ciertos fenómenos, como por ejemplo, el llamado cambio climático, se están haciendo escuchar, pero que, paradójicamente, nacen de la misma raíz problemática que aquellas que surgieron por reacción contra la naturaleza: entiéndase contra los efectos del comportamiento errático, inclemente y destructivo de la naturaleza.

El Urbanismo, como cuerpo disciplinar, también se desarrolló como un antídoto contra los efectos nocivos de los fenómenos naturales, y de hecho, las corrientes de defensa de los valores de éstos fueron en un principio tachadas de un cierto anti-Urbanismo.

La hipótesis central con que hoy se presenta este movimiento, podría enunciarse, muy sintéticamente, del siguiente modo. Las formas de urbanización en la construcción moderna de las ciudades se han ido alejando gradualmente de los procesos naturales, generando modelos de desarrollo autónomos y desvinculados del medio ambiente que los envuelve.

El predominio del componente económico que está en su base ha desembocado en estructuras urbanas socialmente costosas, ambientalmente desintegradas y paisajísticamente destructivas, dividiendo en dos, por un lado la ciudad y por otro el campo, un sistema que es único, y rompiendo así el normal encadenamiento de los procesos vitales, en los cuales la aparición de unos fenómenos daban cabida a otros, en una suerte de asistencia recíproca y permanente retroalimentación.

Los actuales sistemas de urbanización despilfarran los recursos existentes y rompen con la riqueza, la complejidad y la diversidad ecológica de los lugares en los que se implantan. En resumen, la ciudad actual no contribuye al desenvolvimiento vital de las personas y las posterga a un tipo de alienación con efectos físicos y psicológicos muy perjudiciales para la colectividad.

Es este un movimiento que se hizo fuerte durante los años sesenta del pasado siglo con la irrupción de la Ecología y otras corrientes medioambientales, pero que había mostrado sus primeros síntomas desde finales del XIX, con la crítica a la ciudad industrial y sus secuelas en términos de congestión, hacinamiento, insalubridad, criminalidad, etc. Desde entonces, la vuelta a la naturaleza como planteamiento ideológico diferenciado había tomado cuerpo con múltiples formas en Europa y Norteamérica, y tanto las reivindicaciones agrarias en el viejo continente como las posiciones pastoralistas, en el nuevo, consolidaban sus posiciones mediante acciones de fuerte incidencia política y social.

La generalización del suburbio residencial, como tipología urbana a medias entre la ciudad y el campo, y la construcción de los grandes parques decimonónicos (Hyde Park en Londres y Central Park en Nueva York, como tópicos), respondían en parte a este tipo de reclamaciones, aunque éstos fueran utilizados en muchos casos como pretexto para la puesta en el mercado de nuevos lotes de suelo edificable.

Aun aceptando las importantes contribuciones sobre Ecología y Urbanismo, por parte de MacCaye y Odum, realizadas durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, la primera aportación de rigor no se hace hasta 1969 con el discurso de MacHarg, en el que se puede apreciar un cambio sustancial respecto a los planteamientos del Urbanismo tradicional. La referencia ahora no es la ciudad, sino el medio físico globalmente considerado, y los objetivos, por tanto, no son la mejora de las condiciones espaciales o funcionales, sino la máxima utilidad social del territorio, en función de la naturaleza intrínseca de cada una de sus partes y sus usos posibles.

La visión de MacHarg, no era una nueva corriente a secas, sino que comportaba un cambio radical de mentalidad a la hora de posicionarnos intelectual y éticamente ante el medio físico: cómo afrontarlo, analizarlo, evaluarlo y cómo intervenir en él. Ello fue probablemente lo que hizo más difícil su utilidad inmediata y su operatividad como instrumento urbanístico.

Más incisivos y divulgados han sido los trabajos sobre la sostenibilidad, término de amplia resonancia y calado, que va a aflorar como resultado de la controversia entre desarrollo y medio ambiente, desatada durante los setenta y ochenta. El Desarrollo Sostenible es un concepto nuevo que se acuña por primera vez dentro de lo que se llamó el Informe Brundtland, publicado en 1987, como conclusiones de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, coordinada por la política noruega Gro Harlem Brundtland.

Lo que en síntesis venía allí a plantearse era la necesidad de ampliar el contenido de dicha controversia, tanto en el espacio como en el tiempo: es decir, trasladarla a la escala planetaria y observarla desde periodos más largos. El Desarrollo Sostenible, en suma, debía combinar el crecimiento económico con una más justa distribución espacial y social de sus beneficios, sin comprometer los recursos medioambientales, pero no sólo los de esta generación, sino también los de las generaciones futuras.

Consecuencia directa y práctica de este nuevo planteamiento fueron las llamadas Agendas 21, que surgían en 1992, en el seno de la conocida Conferencia de Río. Su propósito era establecer programas de plazo largo y amplia temática, elaborados desde el prisma medioambiental y con efectos concretos sobre el territorio. Con su desarrollo y puesta en práctica, se pretendía un rendimiento más sostenible de las empresas, así como una mejoría en la gestión de los recursos naturales, la racionalización de las emisiones, la puesta en uso del patrimonio, etc... con un compromiso explícito por parte de las administraciones locales y una más efectiva participación ciudadana.

Las Agendas, que fueron especialmente impulsadas por la Unión Europea, han sido una oportunidad excepcional para que muchas áreas geográficas que no lo habían hecho dispusieran de un diagnóstico medioambiental completo y actualizado. Sin embargo, la falta de un empeño real por parte de los responsables de su gestión, y la carencia de un contexto apropiado para su aplicación, han hecho de ellas unos instrumentos de dudosa efectividad.

Por otro lado, fenómenos sociales emergentes como el triunfo de lo individual, así como la disolución gradual de los vínculos locales y vecinales, que algunos reconocen como efectos directos de la globalización, facilitaron el florecimiento de formas de urbanización extensas y difusas, dominadas por el alojamiento privado, sin servicios comunes, ni espacios donde poner en práctica la participación: una de las expresiones urbanas que más se ajusta a lo que podríamos entender como una ciudad insostenible.

Su desarrollo, además de dificultar la sociabilidad, ha supuesto, en términos infraestructurales, un enorme sobrecosto, tanto para garantizar la movilidad territorial, como para llegar con las redes básicas a la totalidad del vecindario. Es por esta causa, que uno de los retos del Urbanismo más responsable se haya planteado en los últimos años, el combatir estas formas de urbanización, mediante el fomento de modelos más densos, nucleados y jerarquizados, a partir de una mayor especialización de los centros, diversificación de los transportes y creación de unidades residenciales compactas e integradas, donde prive la circulación peatonal.

Enfoques premonitorios, como el Growth Management, de aplicación directa de los planteamientos de MacHarg, y por tanto, de contención y control del crecimiento, o el Transit Oriented Development, de Peter Calthorpe, basado en el control de la forma urbana a través de la intensificación del transporte público (trenes, tranvías y autobuses), ya estaban en esa línea de una mayor sostenibilidad. Otros enfoques más recientes, como el Smart Growth, (que alude a un crecimiento al tiempo inteligente, elegante, distinguido, atractivo, de moda...) recogen casi con absoluta fidelidad los principios anteriormente señalados de densidad, diversidad, compacidad y calidad ambiental. Aunque el discurso más divulgado sea probablemente el ideario de Richard Rogers titulado 'Ciudades para un Pequeño Planeta', donde, con Londres como referente, el arquitecto británico expone de forma muy expresiva sus condiciones para llevar a cabo una ciudad sostenible.

Es Curitiba, sin embargo, el ejemplo de sostenibilidad urbana más reiteradamente premiado y aplaudido. La ciudad brasileña, que gozó en los últimos años de una sucesión encadenada de gobernantes y gestores excepcionales, mostraba sin paliativos lo que el Urbanismo puede llegar a hacer, cuando una serie de parámetros confluyen en la dirección favorable. Con el marco general de un plan redactado en 1966, y una estrategia triple muy elaborada, la ciudad sumaba cada año resultados igualmente positivos tanto en lo económico como en lo medioambiental.

Una estrategia centrada en el fomento del transporte público y el autobús como base: exclusivo en las vías más densas, y dominante en el resto del tejido. Un sistema de parques urbanos, aprovechando los márgenes de los ríos, para así impedir las inundaciones, y asegurar, de este modo, la continuidad espacial y el desarrollo efectivo de los circuitos limpios. Y una nueva corona de parques industriales de alta tecnología, dedicados, entre otras funciones, al reciclaje de los productos de desecho, que la misma ciudad utiliza para funciones diversas.

De este modo, es el prestigio de la ciudad y la influencia de la propia marca lo que estimula la acción y la participación colectiva de los ciudadanos.



* JOAQUÍN CASARIEGO ES ARQUITECTO Y CATEDRÁTICO DE URBANISMO.






* La Provincia - Opinión - 04 de febrero de 2008



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