DAVID GISTAU* : "La percepción cinematográfica de las cosas tiende a ser engañosa. Un empresario con un bigotito que parece dibujado con un corcho quemado y con relaciones malayas con el poder político local levanta en el desierto levantino, entre Oropesa y Cabanes, un paraíso con ninfas de cartón piedra que gasta reputación de excesivo y hortera: una suerte de tardo-gilismo con el que llenar el hueco de Marbella. Y claro, el cinéfilo evoca a Bugsy Siegel cuando construyó en el desierto de Nevada y con dinero de la Mafia neoyorquina un hotel/casino al que puso de nombre el apodo de su amante, Flamingo, y desde el cual creció la inmensa hoguera de neón que es Las Vegas. Pero no. Marina d'Or viene a ser como el reverso tenebroso de ese dinamismo de los pelotazos que se atribuye a la Comunidad Valenciana y que tiene en la Copa de América y en la arquitectura de Calatrava sus aspectos más presentables.
Está en la jurisdicción de Fabra, por lo que huele como la Dinamarca hamletiana. Y es una máquina de hacer dinero que el año pasado facturó más de 400 millones de euros. El empresario Jesús Ger tiene trazado en los mapas un proyecto delirante, Marina d'Or Golf, que con 19 millones de metros cuadrados ocupará una extensión comparable a la de una capital de provincia y que remedará a Las Vegas con un inmenso decorado peplum en el que habrá volcanes, pirámides, venecias, falsas prisiones de Alcatraz y hasta pistas de esquí. Un monstruo que convertirá Oropesa de Mar en poco más que un suburbio de Marina d'Or. Un parque temático, como el que concibió Julian Barnes sobre la isla de Man en Inglaterra, en el que cabrán los tópicos de la cultura popular convertidos en fast-food del entretenimiento familiar y en un alarde de la barra libre urbanística que destroza el litoral.
Pero, mientras tanto, Marina d'Or defrauda toda expectativa cinematográfica. Con sus bloques de apartamentos y sus canchas de tenis, apenas es un Sanchinarro, uno de esos barrios impersonales como los que va pariendo la expansión de Madrid, con playa.
Ni siquiera hay vida nocturna: apenas un pub terrible, el Joker, que parece un bar de putas sin putas. Y un par de discotecas, como Aqua, en las que bostezan los adolescentes y donde los machacas de la puerta son tan de atrezzo como los arbustos recortados con la forma de un ciervo que hay en los parques.
Es verdad que en los jardines hay carpas gordas como tiburones, y un Neptuno con la picha al aire y el tridente enhiesto, y otras estatuas de inspiración griega que parecen haber sobrado de la última película de Victor Mature.
Y, también, que el balneario aspira a ser una especie de Pompeya para pobres en la que iniciarse en los simulacros del lujo como si Marina d'Or contribuyera a expandir la revolución del fenómeno low-cost: la democratización de lo que siempre se antojó exclusivo.
Lo que no ha de ser parte del decorado es el verdín y la basura que flota en las aguas estancadas del canal que da al mar, y que parece el hogar del Monstruo de la Ciénaga. Pero, más allá de eso, Marina d'Or es un lugar anodino por normal, con sus tres hoteles algo tumultuosos por los que trasegar en chanclas, y sus apartamentos de los que sólo en 2004 se vendieron cerca de 1.500.
Y quienes lo frecuentan no son chulapos del Gran Hermano, ni depredadoras de Salsa Rosa, ni especímenes horteras de una nueva corte de los milagros distorsionada por los espejos del callejón del Gato, sino la clase media de toda la vida.
La que baja a la playa con la camiseta del Atleti y encarga una paella para el mediodía. La que atraviesa el ocaso bailando pasodobles que toca una charanga o viendo el contoneo de las brasucas de una compañía de Salvador de Bahía.
La que compite en carreras de sacos alrededor de la piscina o acude a talleres de yoga para llenar la jornada. Por cierto, a la que ahora se han incorporado familias gitanas vestidas por Nike salvo por el luto eterno -incluso en la playa- de las abuelas, como si en Marina d'Or se estuviese escenificando la superación de uno de los últimos guetos que le quedaban a España.
En todo caso, los currantes que apuran la quincenita de playa antes de regresar al tajo no son los personajes sobre los cuales se estaría apoyando el advenimiento de un imperio kitsch. Los recelos sociológicos respecto de Marina d'Or son una consecuencia del esnobismo. Al moderno de la cola del Alphaville le huele a rumba de El Fary, a concentración de plebe. Y se imagina acudiendo de expedición a la urbanización como Jane Goodall a la montaña de los gorilas, cuando en realidad lo que ha de encontrarse es la España estándar. A ese mito negativo han contribuido los 12 millones de euros invertidos por Jesús Ger en campañas de publicidad implacables, ineludibles, emboscadas a traición en el zapping, de las que Anne Igartiburu es siempre la pin-up pintada en el fuselaje.
Jesús Ger no es Bugsy Siegel, por desgracia. Pero aun así tiene fascinados con su aureola fatal a los camareros que le sirven cuando se encierra en las marisquerías de Marina d'Or con su tropa de guardaespaldas: «Siempre estamos en guardia por si aparece. Hoy estamos más tranquilos, porque vino ayer».
Los famosos son un señuelo que el empresario usa hasta la extenuación. Para la inauguración de su oficina en París logró que Daryl Hannah y Gérard Depardieu cortaran la cinta. En la apertura de la de Londres le falló Sharon Stone, por lo que hubo de contentarse con Genoveva Casanova, Anita Obregón y otros 200 invitados desplazados desde España y alojados en el Savoy para unas jornadas que incluyeron una cena en el Parlamento británico.
Se trata de hacer ruido mediático hasta lograr que el término Marina d'Or no resulte ajeno a nadie, que lo conozca hasta el anciano de «¿Y el Madrí, qué...?».
Y para ello se invierte lo necesario para que por la ciudad de vacaciones pasen famosos del calibre de Naomi Campbell o Sofia Loren. O para que la carpa levantada junto al hotel Gran Duque, junto a los edificios que de noche están iluminados por juegos de luces tan bizcochosos y cursis como los que Pascua Ortega impuso a Madrid en las vísperas de la boda de Letizia, sea la sede del concurso de Miss España.
Pero por debajo de esta chicharra que toma por asalto las televisiones no hay más que un tedio de paellitas y cremas bronceadoras capaz de defraudar las expectativas cinematográficas de cualquier reportero. Gil metido en el jacuzzi, eso era un tema.
© Mundinteractivos, S.A.
* El Mundo - UVE - 6 Agosto 2007
* La Coctelera/Reggio - 6 Agosto 2007
Bienvenido al 'fast food' de las vacaciones
en
8.8.07
por UrbanismoPatasArriba
Unknown
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