Delincuencia de cuello blanco

JOSÉ LUIS MANZANARES* : La delincuencia económica disfruta en España de buena salud siempre que se sitúe en las altas esferas de la estafa y otros fraudes. Diríase que hay zonas oscuras donde las sopas de cifras y los recovecos de la ingeniería especializada dificultan la investigación. Los casos que llegan a los juzgados tienen generalmente su origen en denuncias internas y no en el quehacer de las autoridades encargadas de que las leyes, y en primer lugar las penales, no dejen de aplicarse cuando afectan a determinadas personas. Naturalmente, es más fácil, y menos comprometido, aclarar un asesinato que penetrar en el bosque de la corrupción relacionada de algún modo con el poder. La propia Hacienda se enfrenta mejor al funcionario, empleado o trabajador de sobre mensual que a las transacciones millonarias de los profesionales de la cosa. O sea, de esos señores que, además del cuello blanco, disfrutan del yate y avión privado mientras que les sale negativa la declaración de renta.

Pero la corrupción —por activa, por pasiva— no termina ahí. Nuestras costas han sido cerradas con edificios que infringen frecuentemente la legislación administrativa, desde grandes hoteles hasta urbanizaciones de toda clase y condición. Entendámonos, no unas cuantas chabolas manufacturadas en horas nocturnas, sino faraónicas obras levantadas a plena luz del día en terrenos públicos o no urbanizables. Y no pasa nada. A lo sumo un par de gestos para dar la impresión de que algo se hace. Un día se derriba un hotel y punto. Parece que sólo ha habido corrupción al por mayor en Marbella o Ibiza, pero en el reparto político de concejalías, las áreas de urbanismo y medio ambiente, por ejemplo, son las más codiciadas sin que se sepa el “porqué”. ¿O sí se sabe?

Ocurre también que los convictos por estos multimillonarios tejemanejes no acostumbran a dar con sus huesos en la cárcel porque suelen ser castigados por prevaricación —que no conlleva pena de prisión— y no por cohecho —que sí la tiene— como si no hubiese habido por medio el dinero que caracteriza al segundo de esos delitos. El propio Jesús Gil, si no recuerdo mal, murió antes de que se le condenara en firme por haberse quedado con dinero del ayuntamiento marbellí (el asunto de las camisetas del Atlético fue otra cosa). En todo caso, el botín no aparece nunca y el condenado a prisión, si lo hubiere, disfrutará pronto de un tercer grado personalizado, y aquí paz y después gloria. Antes, la buena defensa jurídica, los recursos en serie, la morosidad de los tribunales y la posibilidad de la prescripción habrán jugado a su favor.

Pero el buen trato que estos delincuentes reciben no lo será tanto como el que la ley reserva a los implicados en la madrileña “operación Guateque”. Suponiendo que la información publicada sea veraz, estos funcionarios municipales, lejos de recibir sus mordidas por cometer un delito o realizar un acto injusto, sólo fueron recompensados —eso sí, ilícitamente— por cumplir con su deber sin el retraso habitual. Su castigo quedaría en multa y suspensión de empleo o cargo. Cuestión distinta sería la aparición de falsedades documentales u otros delitos. Resulta evidente que con tales penas lo de la prevención general y el aviso para navegantes no pasa de ser una broma de dudoso gusto. La benevolencia empieza con un legislador que, anclado en el siglo XIX ignora lo que hoy puede dar de sí la corrupción organizada.








* Estrella Digital - Opinión - 21-XI-2007




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