Eugenia JIMÉNEZ GALLEGO* : "EL fraude y la corrupción urbanística se han convertido en algo familiar de tan comentado en los medios, y trivializado desde que los trata no sólo el telediario, sino los programas del corazón. Es decir, desde que la operación Malaya se convirtió en un reality show con formato de serie en el que se han ido desgranando capítulos melodramáticos con aire folclórico. ¡Qué país! Sin embargo, no se ha valorado suficientemente el impacto sobre la cultura popular de todo este desaguisado. Yo empecé a tomar conciencia de ello la primera vez que unos alumnos de bachillerato acudieron a pedirme orientación, y me preguntaron con desparpajo qué tenían que estudiar para conseguir un buen puesto en un Ayuntamiento “como el de Marbella”, con el fin de enriquecerse con rapidez.
Desde entonces observé cuál estaba siendo la reacción del ciudadano de pie ante el escándalo, y cuál fue mi sorpresa al constatar que la emoción que embargaba a la mayoría no era la indignación hacia los que roban a un pueblo, sino la envidia –el famoso pecado nacional–.
En la cultura actual, dominada por el consumismo, la búsqueda obsesiva del placer individual y la imagen, el medrar sin esfuerzo termina siendo la máxima aspiración, y ante ello sobran lo que parecen ser trasnochados escrúpulos morales. Además, ni siquiera la cárcel resulta ejemplarizante, porque la opinión popular es que estarán libres en poco tiempo, y entonces seguirán disfrutando de las riquezas que se da por sentado que tendrán a buen recaudo, a nombre de algún testaferro. Sin contar con la fama televisiva que han alcanzado, que aún efímera y negativa, no deja de ser tremendamente atrayente para muchos.
Hablemos claro, lo terrible de esta situación es que los españoles no creen que se trate de casos puntuales, sino que presuponen directamente que la concejalía de Urbanismo de cada localidad se dedica al enriquecimiento de particulares. Es más, predomina la idea de que la clase política en su conjunto carece de honradez por definición. Hasta el punto de que se vota a determinados candidatos, aún a sabiendas de que se enriquecen ilegalmente a costa de las arcas municipales, con el siguiente terrible argumento: “Si todos van a robar, al menos que sea uno que también haga algo por el pueblo”.
En este contexto ¿quién puede sorprenderse de que la implicación de los ciudadanos en la vida política sea cada vez menor? Y la de los jóvenes, que han crecido ya dando esta idea por supuesta, roza la indiferencia más absoluta. No sólo eso, sino que este clima termina afectando gravemente los niveles de conciencia moral, hasta el punto de que el mandamiento de “no robarás” parece haber quedado desfasado, si lo robado es un bien colectivo. Es decir, que atracar a la vecina del quinto nos daría cierto apuro, pero no nos asaltan escrúpulos morales al traernos como recuerdo el albornoz del hotel de vacaciones, cobrar el subsidio de desempleo mientras trabajamos, enchufar a un conocido poco competente, falsificar facturillas, llevarnos a casa materiales de la empresa en la que trabajamos o rendir en ella lo mínimo posible.
Claro, si partimos de que los demás nos roban de una manera u otra, empezando por los que están más arriba, esta pequeña corrupción cotidiana parece casi un ejercicio de legítima autodefensa, para… equilibrar las cuentas. Ante esta situación, demandamos más control y penas más severas cuando somos nosotros los perjudicados o son muy ambiciosos los delincuentes, mientras mantenemos una sonrisa cómplice para las irregularidades propias y cercanas. Sin recordar que, desde que los hombres se organizaron para cazar el primer mamut, las comunidades humanas han progresado mediante la cooperación, aunando esfuerzos por un proyecto común. Porque no es cuestión de autoexigirnos honestidad sin tacha –ya se sabe, aquello de “…que tire la primera piedra…”–, sino de supervivencia, pues este individualismo nuestro tan feroz, que dilapida lo comunitario, es un tremendo lastre para el progreso de cada empresa, de cada ciudad, de todo el país. Y es importante que se endurezcan los controles y las leyes, pero nunca serán suficientes si no recuperamos también principios éticos que frenen esas tentaciones, tan humanas también.Los políticos corruptos, que debían velar por nuestros intereses, tienen la grave responsabilidad de haber cometido este delito no sólo contra los bienes, sino además contra las conciencias ajenas. Pero nosotros tenemos también la responsabilidad individual de decidir nuestro papel en esta obra: ciudadanos exigentes con sus gobernantes y cooperadores con su comunidad, o bien imitadores de segunda de esos cacos de altos vuelos.
* Eugenia Jiménez Gallego. Psicóloga
* Huelva Información - 3 de Agosto de 2007
La corrupción cotidiana
en
3.8.07
por UrbanismoPatasArriba
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Tema: ARTÍCULOS URBANISMO
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