Los extravíos del Algarrobico

JUAN CARLOS VILORIA* : En la playa de Carboneras, allá donde San Pedro perdió las llaves y algunos jipis descubrieron hace años que andar en cueros era revolucionario y sobrenatural, se alza un mamotreto de veinte plantas y cuatrocientas once habitaciones esperando un desenlace. El viento de levante zumba entre sus pasillos vacíos y sacude las ventanas del El Algarrobico desde que hace cinco años se suspendieran las obras del hotel. En ese rincón semidesértico de la provincia de Almería por donde la N-341 bordea la costa se dan cita casi todos los vicios nacionales. Una Justicia soñolienta que se echa la siesta entre recurso y recurso. Ayuntamientos siempre listos para cobrar las recalificaciones y distraídos cuando hay que reparar el daño urbanístico. Pícaros con información privilegiada que siempre saben poner los billetes en el número donde caerá la bolita. Chulos de playa que allá donde descubren un terreno en primera línea dicen sin pudor: «Aquí irán los apartamentos, por mis c...». Espontáneos ecologistas, algunos sobrevenidos y otros organizados, que no dudan en montar la función de poseedores de la verdad revelada y dictan sentencia antes de que los jueces acaben el trabajo. Un ramillete de resabios seculares de la Celtiberia del llorado Carandell. Aquella cuya sociedad civil delega con pereza las tareas arduas de revisar en el periodo de alegaciones los Planes de Ordenación Urbana.

En esos cruciales momentos cuando se juega el futuro de un pueblo, un barrio, una playa, un bosque, por unas líneas en el plano de papel cebolla que despliegan los concejales de urbanismo, nuestros compatriotas andan viendo la tele o soplándose unas cañas en el bar. Luego vienen las lamentaciones. Cientos de urbanizaciones pegadas a la línea de costa integradas por horribles edificios plantados sin orden ni concierto se han levantado como un muro de cemento que oculta el litoral. Miles de emisores de aguas fecales desaguan su contenido a veinte metros de donde chapotean los infantes del cubo y la pala. Albuferas asfixiadas, donde boquean buscando oxígeno las últimas anguilas, fondos litorales atestados de lavadoras viejas y millones de bolsas del 'súper' arremolinadas en las calas. Aquí la pasión por la naturaleza de la que muchos presumen tiene su máxima expresión en una excursión por el monte sentados en el 4x4 del que con suerte la familia se bajará cinco minutos «para respirar aire puro». El hotel El Agarrobico, plantado en medio de un espacio natural protegido, es el símbolo de un país que no acaba de asumir una auténtica conciencia ambiental sin que tengan que venir las oenegés con sus chicos y chicas entrañables a decirnos que peligran las ballenas o los linces. La conciencia ambiental empieza en las aceras, por el ruido, en las basuras y aquel bote de San Miguel que se oxida entre los pinos sin remisión.

* La Rioja - Opinión - 12.09.11

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