15M y ciudadanía. La ola que no cesa

ÓSCAR J.MARTÍN GARCÍA* : El desinterés habitual de los medios informativos convencionales por lo que en la sociedad española se mueve aparte de la política partidista, ha llevado a analistas y tertulianos a presentar la emergencia del movimiento del 15-M como una inesperada irrupción surgida de la nada. No ha sido menos insólita dicha aparición para el establishment político. Sin embargo, los gritos en favor de una “democracia radical” o “ciudadana” suenan a melodía familiar. Tienen muchos y variados antecedentes en la historia presente: desde la democracia de base del movimiento ciudadano entre 1975 y 1979, a las manifestaciones contra la invasión de Iraq en 2003, cuando el “No a la Guerra” se acompañó del –hoy trending topic– “lo llaman democracia y no lo es”.
A pesar de la retórica del progreso liberal-democrático, una constante de la movilización social en España durante los últimos 35 años ha sido la exigencia de una mayor participación ciudadana en el debate público y en la vida política. No es casualidad que el movimiento de los indignados se inscriba en un contexto de reinterpretación crítica del proceso de sustitución del Franquismo. En esta relectura de un pasado brillante hasta ayer, muchos ven en las imperfecciones de aquella “obra de ingeniería política” el origen de los déficits participativos del actual sistema representativo. Síntoma de que hoy en día comienzan a desempolvarse con fuerza algunas de las opciones de construcción democrática desde abajo, presentes en la lucha final contra el Franquismo pero enterradas por el consenso y el discurso triunfalista de la Transición. Parece necesario recordar que el de la dictadura protagonizado por el desafío de miles de españoles en la calle, abrió el paso a una democratización posteriormente monopolizada por los partidos políticos. De derecha a izquierda, éstos desmovilizaron a sus seguidores para autoerigirse en los únicos árbitros legítimos del cambio.

La necesidad de consolidar aquella balbuciente democracia a la europea consagró el mantenimiento del orden sobre la participación ciudadana. Desde entonces ésta quedó reducida a las formas más limitadas del liberalismo parlamentario y de la actividad electoralista. No extraña, por tanto, que las estrechas formas de representatividad ciudadana de nuestra joven democracia siempre hayan sido diana de las diversas oleadas de contestación social sucedidas desde finales de los años ‘70 –la campaña contra la OTAN, el movimiento de insumisión al servicio militar, las movilizaciones por los desastres ecológicos, las concentraciones del 13M de 2004, etc.–. En el trasfondo de estas protestas siempre latió el malestar de amplios sectores sociales ante el encumbramiento de la opaca política de salón que rige nuestras vidas. La historia de este país durante las últimas cuatro décadas no se ha caracterizado tanto por la pasividad de la sociedad civil como por la ausencia de efectivos canales de participación democrática. Desde la Transición, las elites políticas se han dedicado a proteger su poder de los vientos hostiles de la calle. Han cerrado las ventanas de partidos, sindicatos e instituciones para protegerse del torbellino de la “política por otros medios”. Quizás por eso desde las alturas tantos temen al 15M, porque los “perroflautas” y “antisistema” que discuten en las ‘demoplazas’ no están dispuestos a volver a la sana tarea privada de buscar trabajo y dejar el poder en manos de los “expertos” de siempre.

* ÓSCAR J. MARTÍN GARCÍA, INVESTIGADOR DEL INSTITUTO DE HISTORIA DEL CSIC


* Diagonal - Opinión - 3.08.11

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